La historia de una de las ideas más peligrosas jamás pensada: la teoría de la evolución
La teoría de la evolución por selección natural propuesta por Charles Darwin en El Origen de las especies es una de las teorías más revolucionarias de la historia, tanto, que más de un siglo después de ser propuesta, aún suscita polémicas y arduos debates y, a pesar de su aparente simplicidad, todavía no la hemos comprendido en todas sus dimensiones.
No es casualidad que el filósofo norteamericano Daniel Dennett titulara una de sus obras La peligrosa idea de Darwin, haciendo hincapié en esta idea. Vamos a acercarnos a su historia.
El siglo XIX en el bando de los malos
A principios del siglo XIX dominaba todavía en la recién nacida biología dos teorías acerca de la evolución de las especies: el fijismo y el catastrofismo (ambas resumidas en el creacionismo). La primera, firmemente representada por el prestigioso naturalista sueco Karl Von Linneo, sostenía lo que se había pensado desde el comienzo de los tiempos (lo que ya pensaban Aristóteles, Teofrasto o Plinio): las especies han permanecido inmutables, fijas, desde siempre. No hay evolución de ningún tipo. Desde que Dios creó a los caballos, una yegua siempre ha parido caballos, y aunque unos caballos pueden diferir unos de otros, nunca lo suficiente para que la yegua dé a luz a otra especie diferente.
Es curioso el caso de que Linneo, en su obra fundamental, su Systema naturae (1735), ya catalogaba al hombre entre las demás especies de animales. Va a ser el primero en hablar de homo sapiens y de ubicarnos entre los demás primates. Al hacerlo, sin querer, va a inaugurar el fructífero debate acerca del origen biológico del hombre. Sin embargo, su postura fue siempre muy clara: el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, no ha evolucionado de ninguna otra criatura previa. Nunca pensó que las similitudes entre hombres y monos, significaban la evolución desde un ancestro común.
Es más, Linneo va a ser pionero a la hora de clasificar las especies. Antes de él, los animales y las plantas se catalogaban en función de su zona geográfica o de su utilidad, por ejemplo, culinaria o farmacológica. Linneo clasificará las plantas por sus mecanismos de polinización y fructificación y, al hacerlo, establecerá parentescos evolutivos entre plantas (verá que hay plantas con mecanismos similares porque han evolucionado unas de otras). No obstante, aquí no verá rastro alguno de evolución, sino solo la grandeza de la mente de Dios al haber diseñado a sus criaturas siguiendo unos determinados planes. Una lástima, estaba muy cerca.
La segunda teoría era el catastrofismo, egregiamente representado por Georges Cuvier, grandísimo paleontólogo, fundador de la anatomía comparada y uno de los hombres más brillantes de su época.
Cuando el registro fósil empezó a agrandarse (fueron proliferando las excavaciones y se iban encontrando más y más especies), pronto se encontraron muchísimos fósiles de seres extintos ¿Qué razón habría para ello? ¿Por qué Dios habría creado especies si luego las iba a extinguir? El catastrofismo sostenía que durante la historia geológica de la Tierra habían ocurrido multitud de catástrofes (como bien narra la Biblia con el diluvio universal) que habían producido extinciones masivas. La Biblia está llena de grandes siniestros y cataclismos, por lo que el catastrofismo no solo mantenía el fijismo, sino que lo hacía, si cabe, más cristiano aún.
Pero pronto apareció otro problema con los fósiles: en estratos recientes aparecían especies que no estaban en estratos más antiguos, es decir, que habían aparecido posteriormente. Si Dios había creado el Cosmos de una vez… ¿de dónde salían esos organismos? Aquí Cuvier se basó en una nueva formulación del catastrofismo ya elaborada por el suizo Louis Agassiz: la teoría de las creaciones sucesivas. Dios había repoblado periódicamente la Tierra creando nuevas tandas de especies. El relato del Génesis lo corroboraba: Dios no creó todo de una vez, sino que eran seis días de creaciones sucesivas. El registro fósil no hacía más que verificar la Biblia.
El siglo XIX en el bando de los buenos
Al contrario de lo que cree mucha gente, la teoría de la evolución existía mucho antes que Darwin (Incluso algunos griegos habían especulado ya con ella). Su mismo abuelo, Erasmus Darwin, había defendido ya la idea. Otros, como Buffon, habían especulado con ideas similares, si bien, las exponían solo a modo de hipótesis o conjetura. Sin embargo, durante toda la época ilustrada hasta comienzos del XIX, no había nada sólido, ni una teoría bien pergeñada ni datos empíricos que la respaldasen.
El primer gran defensor de la evolución va a ser Jean-Baptiste Pierre Antoine de Monet Chevalier de Lamarck (molan los pomposos nombres de la nobleza francesa). Lamarck publica en 1809 su Philosophie Zoologique, obra que situará la teoría de la evolución dentro de la ciencia moderna.
En ella no solo se critica con rotundidad al fijismo y al catastrofismo de Cuvier, sosteniéndose la evolución sino que, por primera vez, se va a proponer un mecanismo evolutivo, se va a intentar explicar cómo evolucionan las especies: serán las leyes de Lamarck que todos hemos estudiado en el instituto, a saber, que el uso desarrolla el órgano y el desuso lo atrofia, y que los caracteres adquiridos en vida son heredados por la siguiente generación.
Siempre se usa el ejemplo de la jirafa para explicar esto, así que, por fastidiar, voy a utilizar otro diferente. Pensemos en el momento de la historia biológica en el que los peces conquistan la Tierra. Viajamos en el tiempo hasta hace unos 375 millones de años. Nos vamos al Devónico. Desde su descubrimiento en 2004, se considera al Tiktaalik como el “eslabón perdido” entre peces como el Panderichthys y tetrápodos (animales con cuatro patas) como el Ichthyostega, es decir, será una de las especies que salga de las profundidades de los mares para adentrarse en tierra firme.
Si observamos su morfología vemos que es un pez con cierto aire de cocodrilo, pero lo más interesante es que es una mezcla de pez y cuadrúpedo: tiene branquias pero también tiene pulmones, puede mover su cuello (ningún pez puede hacerlo) y si nos fijamos en sus extremidades son aletas pero… ¡tienen hombros, codos y muñecas! Son aletas que también sirven para caminar.
¿Cómo explicaría Lamarck tan extraña fisionomía? Primero tendríamos peces carnívoros viviendo en aguas superficiales. Muchas presas se encontrarían en la orilla por lo que, a veces, convendría dar pequeños saltos para adentrarse un poco en tierra firme. Así, tales peces fueron desarrollando unos pulmones que, cada vez, les permitieran pasar más tiempo fuera del agua, así como unas articulaciones y, en general, una estructura ósea más apta para aventurarse en el mundo sólido. Su descendencia heredó estos nuevos desarrollos dando lugar a una nueva especie mucho mejor adaptada que la anterior al ecosistema.
La explicación parece convincente, y de hecho suele serlo más que la explicación darwiniana. Cuando en clase hablo de Lamarck y de Darwin, los alumnos aceptan cómodamente el primero pero tienen serias dudas del segundo. Les cuesta entender cómo es posible que Lamarck estuviera equivocado y fuese Darwin el que, finalmente, tuviera razón.
Y es que el darwinismo es muy poco intuitivo, tanto, que el propio Darwin murió siendo lamarckista (y es que no hay contradicción aparente entre ambas teorías) e, incluso intentó explicar la herencia de los caracteres aprendidos con su fantasiosa teoría de la pangénesis. Sin embargo, Lamarck estaba equivocado: no es el uso continuado el que hace que se desarrolle un órgano ni el desuso lo atrofia hasta su desaparición. Ni tampoco los caracteres adquiridos en vida son heredados por los descendientes. Es una pena porque sería maravilloso.
Imagine el lector lo genial que sería que si uno viene de una familia que ha practicado culturismo durante varias generaciones, ya nacería musculoso o con mucha facilidad para desarrollar los músculos. O imagine de una familia de artistas o de matemáticos… Pero no, tal y como demostró August Weismann, el último gran darwinista del siglo XIX, lo que aprendieron tus ancestros se perdió con su fallecimiento.
Una de las carencias del lamarckismo era que carecía de base experimental, por lo que había que probarlo y eso parecía bastante sencillo: si cortas el rabo a varias generaciones de ratas, según Lamarck, tenderían a ir naciendo ratas con el rabo progresivamente más corto. Weismann lo probó y, naturalmente, observó que esto no ocurría. El lamarckismo quedaba refutado.
No obstante, la teoría de Lamarck tuvo muchos méritos. En primer lugar expuso una teoría puramente mecanicista de la vida y de la evolución. Para Lamarck, los organismos son materia estructurada de una determinada manera y no hay ninguna energía o fuerza vital “mágica” que insufle vida a la materia inerte o que guíe el proceso evolutivo.
Y, en segundo lugar, ofrece por primera vez un mecanismo evolutivo que, aun siendo erróneo, ya habla de adaptaciones al medio o de la importancia del ecosistema a la hora de conformar la fisiología de los organismos. Lamarck fue un magnífico predecesor de Darwin, como bien reconoció en múltiples ocasiones el inglés.
Hágase la luz: Sir Charles Darwin y Alfred Russel Wallace
Más de veinte años después de su mítico viaje en el HSM Beagle, Charles Darwin publicó El origen de las especies. Y es que Darwin era un hombre bastante prudente al que no le gustaba demasiado la polémica ni la notoriedad pública, consecuencia evidente de la publicación de una obra tan explosiva para su época (y todavía para la nuestra).
Fue cuando otro naturalista, el también británico Alfred Russel Wallace, le envió una carta en la que le exponía una teoría muy similar a la suya, cuando Darwin se apresuró a publicar el libro temiendo que la posteridad reconociera solo a Wallace como creador de la teoría. En un gesto de nobleza, a Wallace nunca le importó que la mayor parte del mérito se lo llevara Darwin.
El libro fue todo un éxito editorial para ser un libro científico (invito a echarle una ojeada. Es un ladrillo bastante aburrido) y la polémica explotó por doquier. Amigos y colegas naturalistas de Darwin, pronto condenaron rotundamente la obra, desatándose un candoroso debate por todo el continente.
¿Qué tenía la obra de Darwin para ser tan polémica? Si habíamos dicho que la teoría de Lamarck carecía de pruebas suficientes (de hecho por eso la mayor parte de los naturalistas seguían siendo fijistas y catastrofistas a pesar de ella), Darwin expone en El origen de las especies una gran batería de evidencias procedentes además de diversos campos: cría artificial, embriología, anatomía comparada, paleontología… Desde ese momento la teoría de la evolución dejaba de ser una mera conjetura más o menos descabellada, para ser una teoría científica en pleno derecho. Rebatirla requeriría ahora mucho más esfuerzo.
Y en segundo lugar, y esto es lo propiamente original de Darwin, expone un nuevo mecanismo evolutivo: la selección natural, la que, como explicábamos antes, aunque es muy sencilla resulta muy poco intuitiva como explicación de la evolución.
Darwin subraya que todas las especies tienen un número mayor de crías que las que pueden sobrevivir. Pensemos en las moscas. Una mosca común (Musca domestica) pone unos 120 huevos. Si convenimos en que cada mosca solo vive una generación y que la mitad de los huevos darán machos, en seis generaciones tendríamos más de noventa y tres mil millones de moscas… Si todas sobrevivieran, en unas semanas el planeta estaría absolutamente invadido… Evidentemente, la mayoría de ellas mueren debido a múltiples causas (falta de alimento, depredación, inclemencias climáticas, etc.) pero, ¿cuáles mueren y cuáles no?
Imaginemos a un predecesor del Tiktaalik. Como buen pez pone huevos y no todas las crías que de ellos salen pueden sobrevivir, al menos, el tiempo suficiente para reproducirse. Las crías no serán todas iguales: unas serán un poquito más grandes, otras un poquito más robustas, otras tendrán tal o cual hueso un poquito más largo o más corto, tal o cual músculo, tal o cual órgano interno… El caso es que es posible que uno de esos rasgos les otorgue cierta probabilidad más de supervivencia que a sus hermanas. Así, la cría que nazca con una de esas pequeñas variaciones estará mejor adaptada al entorno, será más apta.
Pongamos que tenemos un pez que nace con un poco más de capacidad pulmonar que sus congéneres. Con esa mayor capacidad puede aguantar más tiempo fuera del agua, por lo que puede adentrarse más en la tierra y cazar presas que los otros peces no pueden cazar. Su mayor capacidad pulmonar será una adaptación al medio que aumentará sus posibilidades de supervivencia.
Además, esta nueva capacidad se hereda y sus crías nacerán con ella. Darwin afirmará que, por acumulación gradual de pequeñas variaciones, las siguientes generaciones se irán pareciendo cada vez menos a sus ancestros, llegando un momento en el que constituyan una nueva especie (cuando si juntáramos a dos especímenes no puedan dar descendencia).
Así contado parece muy sencillo, ¿por qué es poco intuitivo? Piense el lector en que, en el fondo, lo que estamos diciendo es que, por ejemplo, algo tan sumamente complejo como es un ser humano (billones de células perfectamente sincronizadas) es el fruto de una serie de pequeños errores de réplica en nuestras cadenas de ADN (mutaciones), los cuales, a pesar de que en más del 99% de los casos son nocivos (o inútiles), alguna vez sirven para aumentar las probabilidades de supervivencia o reproducción del organismo. Somos un error tras de otro operando durante eones de tiempo.
El teólogo británico William Paley se preguntaba cómo era posible que algo tan sofisticado como un ojo humano ha podido surgir sin un proyecto previo, sin un diseñador que lo planificara. Eso sería como si nos encontrásemos un reloj en el desierto, y pensáramos que se ha formado espontáneamente, por la acción aleatoria de los agentes atmosféricos. Es complejo hacerse a la idea de que Darwin tenía razón.
Vale, ¿y qué tiene esto de polémico fuera del ámbito científico? Muchísimo, pero vamos a centrarnos en un par de ideas: primero, la teoría de la evolución contradice los textos bíblicos. En el Génesis se narra claramente que Dios crea el mundo en seis días y a distintos grupos de animales en varias tandas sin que exista ningún tipo de transformación de unas especies a otras. Es por ello que las diferentes iglesias mostraron rápidamente su total rechazo a las ideas darwinianas.
En Inglaterra, el obispo anglicano de Oxford y miembro de la Royal Society, Samuel Wilberforce, fue uno de sus más tenaces opositores. Es archiconocido el duelo dialéctico que mantuvo con el gran defensor de Darwin del momento, Thomas Henry Huxley, en un debate en la Universidad de Oxford en 1860. Siempre se cuenta que Wilberforce, con muy mala uva, le preguntó a Huxley si era descendiente del mono por parte de su padre o de su madre.
Y segundo: la selección natural darwiniana es ateleológica, es decir, funciona ciegamente, sin seguir ningún proyecto ni plan prefijado. La consecuencia lógica más polémica es que el hombre está aquí por casualidad, no porque ningún Dios tuviera intención de que apareciera.
Si rebobináramos la historia de la vida como si de una cinta de VHS se tratara y le diésemos de nuevo al play, lo que veríamos sería muy diferente a nuestro mundo, apareciendo especies completamente diferentes a las actuales y, con casi total seguridad, sin que el ser humano apareciera entre ellas.
Tal y como ya nos dijo Copérnico siglos antes, no somos el centro del Universo, nuestro planeta es un punto insignificante en un cosmos inmenso. Ahora Darwin nos decía que no somos una especie privilegiada ni, esencialmente, diferente a las demás. Y para más guasa nuestros parientes evolutivos más cercanos eran los primates. Demasiadas cosas que aceptar para el siempre inseguro pero obstinado orgullo humano.
Darwinismo versus Creacionismo: el acalorado debate actual
A principios del XX, el debate científico estaba en cómo casar (o no) las teorías de Darwin con las recién descubiertas teorías de Mendel. El asunto terminó cuando en 1918, Ronald Aylmer Fisher probó matemáticamente el perfecto engranaje entre la selección natural y la genética mendeliana. Así nacía la teoría sintética de la evolución o el neodarwinismo o, dicho de otra manera, la columna vertebral de toda la biología contemporánea.
Definitivamente, Darwin había conquistado la comunidad científica. Ningún hombre de ciencia en su sano juicio debería poner en duda la teoría de la evolución… ¿Seguro? Para bien o para mal, vivimos en un mundo en el que cualquier cosa es posible.
En los muy cristianos Estados Unidos de América, se vio este avance de la credibilidad del darwinismo, desde ciertos sectores religiosos y políticos, como una amenaza. Así, el político William Jennings Bryan, un abogado presbiteriano del partido demócrata que fue candidato a la presidencia en tres ocasiones (y las tres perdió), pero que llegó a ser Secretario de Estado con Woodrow Wilson, pronunció en 1921 un famoso discurso titulado “La amenaza del darwinismo”, en donde alertaba a los jóvenes norteamericanos de los peligros de la teoría evolutiva para la fe cristiana, e incluso la culpaba de estar detrás de los estragos causados por la Primera Guerra Mundial recién terminada.
Debido a su influencia, en muchos estados comenzaron a debatirse leyes antievolucionistas y, en otros, se implantaron. En Tennessee, Mississippi y Arkansas se prohibió la enseñanza de la evolución en escuelas públicas, lo cual desembocó en 1925 en el tristemente famoso Scopes monkey trial (El juicio del mono), cuando en Dayton (Tennessee) se acusó al profesor de secundaria de 24 años John Scopes de enseñar ilegalmente el evolucionismo.
El fiscal, no pudo ser otro que el mismo Bryan y, al final, se condenó a Scopes culpable, teniendo de pagar una multa simbólica de 100 dólares. A pesar de que todo fue bastante teatral (de hecho se hizo una obra de teatro y varias películas sobre el juicio) y un medio de los empresarios locales para promocionar la economía de la pequeña Dayton (que, por aquel entonces tenía poco menos de dos mil habitantes), fue un tanto para los antievolucionistas que sembró precedente y jurisprudencia.
Sin embargo, en el plano científico, el darwinismo seguía cosechando triunfos a partir de figuras tan brillantes como Haldane, Sewall Wright (quienes junto a Fisher desarrollaron la genética de poblaciones) o el ucraniano Dobzhansky, famoso por su frase: “Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”. El culmen del éxito llegó cuando Watson y Crick descubrieron en 1953 la estructura del ADN. Ya no tenía ningún sentido explicar biología sin hacer mención a Darwin, por lo que, al final, las leyes antievolucionistas terminaron por declararse anticonstitucionales en 1968.
El fundamentalismo religioso necesitaba un nuevo impulso, y el relevo de Bryan lo va a tomar el ingeniero hidráulico Henry Madison Morris, quien, en 1970, funda el Institute for Creation Research y publica múltiples obras de corte creacionista (la más famosa quizá es The Genesis Flood de 1961, en donde intenta dar veracidad científica al mito del Arca de Noé).
El caso es que el creacionismo renace y se consigue que en 27 estados se equilibre la enseñanza de la evolución con la “ciencia del génesis”. Los profesores de biología estaban obligados a explicar la evolución biológica y el Génesis bíblico como dos teorías alternativas en igualdad de condiciones. Surrealista.
No obstante, Morris no consiguió convencer a la comunidad científica y, gradualmente, fue también perdiendo terreno en el ámbito legal. En 1982 en Arkansas y en 1987 en Louisiana, se declaró que enseñar evolución y relato bíblico en igualdad de condiciones era inconstitucional y, en general, inadecuado para una correcta educación científica. A partir de ese momento, todos los juicios ocurridos (1990, 1994, 97, 2000… aquí os dejo un enlace con la lista detallada) han dado la razón de una u otra manera al evolucionismo.
Un nuevo disfraz: el diseño inteligente
Después de las progresivas derrotas en ámbitos jurídicos y educativos, el creacionismo cambió de estrategia, intentando transformarse en algo más científico. Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Es la popular teoría del diseño inteligente.
El asunto comenzó con la publicación de diversas críticas al neodarwinismo desde ámbitos pretendidamente científicos. Quizá sean precedentes las obras The mistery of life’s origin (1984) de Thaxton, Bradley y Olson, o The evolution: a theory in crisis (1985) del bioquímico Michael Denton.
La figura de este momento fue Phillip E. Johnson, prestigioso abogado y profesor emérito en la Universidad de California en Berkeley, que se hizo famoso por su participación, al parecer brillante, en un debate celebrado en Weston (Massachusetts) en donde se citaron muchas de las figuras más importantes de ambos bandos.
Por el de los evolucionistas asistió el, también muy celebre paleontólogo, Stephen Jay Gould, uno de los grandes divulgadores de la evolución. Ignoramos cómo se resolvería el debate, pero animó a nuevos creacionistas a unirse a la militancia. Es el caso del bioquímico Michael Behe o el filósofo William A. Dembski.
Johnson publicó en 1991 Darwin on trial, quizá la obra más representativa del neocreacionismo actual. En general, en ella se subrayan las lagunas científicas que el darwinismo todavía tiene y se critica el naturalismo filosófico (postura que afirma grosso modo que solo hay que buscar causas naturales a los fenómenos, nunca causas sobrenaturales, es decir, que nunca hay que apelar a dioses, espíritus, fantasmas y cosas por el estilo) al que acusa de ateo y de profundamente erróneo, ya que si partes a priori de que ninguna explicación sobrenatural es válida, niegas a Dios desde el principio y nunca podrás mostrar su existencia.
El caso es que, a pesar de que el creacionismo haya querido adquirir una apariencia más científica, su rechazo por la propia comunidad científica sigue siendo unánime. La teoría de la evolución o el darwinismo, como toda gran teoría científica que pretende abarcar un gran abanico de fenómenos, tiene problemas y lagunas por resolver, pero eso no justifica que la rechacemos o, peor aún, que demos validez científica a la Biblia.
Paradójicamente, El origen de las especies no explicaba, para nada, el mismo origen de la vida, tema que, a día de hoy sigue siendo bastante misterioso (Hay hipótesis para todos los gustos. Incluso se habla de un posible origen extraterrestre). Otro tema peliagudo ha sido el del gradualismo.
Darwin afirmaba que las especies evolucionaban pasito a pasito a base de pequeñas variaciones, pero el registro fósil no parece mostrar que se haya dado un cambio progresivo y gradual, sino largos periodos de estancamiento en el que no hay prácticamente cambios, interrumpidos por periodos cortos de cambios abruptos. Jay Gould y Niles Eldredge llamaron la atención sobre este hecho con su célebre teoría del equilibrio puntuado.
Otros problemas serían la explicación del surgimiento de la célula eucariota para el que la teoría más aceptada, la endosimbiosis serial de Lynn Margulis, puede no encajar muy bien con el darwinismo; también está el tema del neutralismo o la deriva génica de Kimura (que quita mucha importancia a la selección natural en el proceso evolutivo), el de la trasmisión horizontal de genes (que rompe la tradicional visión vertical), o el de ciertas nuevas investigaciones novedosas que parecen despertar cierta visión neolamarckista. Una obra donde podemos encontrar una visión muy completa de toda esta problemática es en Los retos actuales del darwinismo de Juan Moreno.
No obstante, parece que, en general, no hay razones suficientes para descartar el darwinismo. La mayoría de los autores piensan que gran parte de sus problemas pueden afrontarse perfectamente y, en el peor de los casos, el darwinismo podría matizarse o completarse con otras teorías, pero nunca abandonarse.
Es más, todos estos problemas deberían incitarnos a profundizar aún más en él. Pero, a lo que bajo ningún concepto puede renunciarse es a la misma evolución. El darwinismo puede entenderse como una teoría acerca de cómo funciona la evolución y, como tal, puede ser correcto o incorrecto, pero la evolución es, a todas luces, un hecho. Ni el más brillante y convincente defensor del creacionismo debería poder persuadirnos de que la evolución no ha sucedido.
¿Qué deberíamos encontrar para demostrar que la evolución es falsa? El Museo de Historia Natural de Washington D.C. es el más grande del mundo en lo que a paleontología se refiere, albergando más de cuarenta millones de fósiles. Una prueba que refutaría la evolución sería encontrar entre todos esos huesos los de especies que, por sus características, no pudiesen pertenecer al periodo en el que aparecen.
Por ejemplo, si encontrásemos el esqueleto de un caballo en pleno devónico o un tiranosaurio en el precámbrico, sencillamente eso, serían pruebas que refutarían la evolución. Sin embargo, en los cuarenta millones de fósiles del museo no hay nada parecido. Tenemos entonces cuarenta millones de pruebas a favor… ¿no es suficiente para admitir la evolución como un hecho?
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La noticia La historia de una de las ideas más peligrosas jamás pensada: la teoría de la evolución fue publicada originalmente en Xataka por Santiago Sánchez-Migallón .
Fuente: Xataka
Enlace: La historia de una de las ideas más peligrosas jamás pensada: la teoría de la evolución
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