¿Es posible la vida eterna?
No morir nunca. Una de las definiciones más aceptadas de vida es la que desarrolló el biólogo chileno Humberto Maturana: autopoiesis. Un organismo vivo es aquel que está constantemente intercambiando energía y materia con el medio para conservar su estructura interna. Todo ser vivo pretende seguir siendo esa estructura, esa forma que lo identifica como organismo.
Perseverar en ser uno mismo, eso es estar vivo. Varios siglos antes, el filósofo holandés, Baruch Spinoza, nos adelantaba la idea con su teoría del conatus. Todos los seres vivos estamos definidos por un conatus, por una voluntad de vivir, de seguir siendo a toda costa. Téngase en cuenta que no se pretende ser otro, no hay intenciones de ser otra cosa diferente (Miguel de Unamuno insistió mucho en ello): la vida es ultraconservadora. Yo quiero seguir siendo eternamente yo ¿Podríamos conseguirlo?
Desgraciadamente, el ser humano pronto comprendió que moría, que su vida era corta y efímera. Tengamos aparte en cuenta, que la esperanza de vida hasta hace muy poco rondaba los 30 años, con una mortalidad infantil que se aproximaba al 50%. Vivir acompañados por la muerte era lo normal.
A las madres se les moría la mitad de su numerosa prole (si no morían ellas mismas en alguno de sus partos) y cualquier herida infectada, o las numerosas epidemias que asolaban periódicamente a las poblaciones, eran garantías de una muerte casi segura. Por eso todas las religiones que han existido se sustentan sobre este hecho.
Con un instinto de supervivencia tan marcado, cuando nuestro córtex cerebral fue capaz de imaginar y razonar, pronto empezó a no aceptar tan fatal destino. Se inventa el otro mundo, un lugar en donde nuestra vida continúa eternamente.
Esta invención alcanzará su paroxismo en la civilización egipcia, una cultura fundamentada en la preparación para la vida de ultratumba. Sus grandes obras arquitectónicas son egregias tumbas, donde todo está concienzudamente diseñado para garantizar el paso al reino de Osiris.
El Cristianismo siguió en la línea. Para Agustín de Hipona, la vida terrenal es solo un valle de lágrimas cuya única importancia es ser un breve tránsito para la vida celestial. Y tenía mucha razón. Si pensamos que vamos a vivir para siempre, el lapso de unas pocas décadas que pasamos en este ingrato mundo no es nada, es infinitamente menos que una gota en el inmenso océano de la eternidad. Por eso se vivía mirando al cielo y despreciando la tierra.
La “memoria de papel”
Los griegos preclásicos descubrieron otra forma de inmortalidad, algo más segura: la búsqueda de la gloria. El pélida Aquiles sabe que morirá joven, pero aun así va a luchar a Troya para que los rapsodas canten sus hazañas.
Elige una vida corta pero gloriosa en vez de una larga pero mediocre. Y lo consiguió. Los profesores de clásicas siguen leyendo sus hazañas en los textos de Homero veintiocho siglos después de que, supuestamente, ocurrieran.
Aquiles alargó su vida casi tres milenios. Pero esta “memoria de papel”, que diría Unamuno, tampoco parece suficiente. En primer lugar porque de ti solo queda el recuerdo.
Aunque te recuerden miles de años, tú no sigues vivo, sino tan solo una sombra idealizada de lo que fuiste. Y, en segundo, porque tu eternidad no estará totalmente garantizada.
Tu recuerdo estará sujeto al capricho de los recordadores oficiales. Si una generación de historiadores decide que no merece la pena hablar de ti o se pierden los textos en los que apareces, hasta tu recuerdo habrá fallecido ¿Cuántos héroes habrán desaparecido para siempre en la quema de la gran biblioteca de Alejandría o en los saqueos de la de Pérgamo?
Entonces llegó la ciencia y tomó cartas en el asunto: queremos vivir más tiempo pero de verdad, siendo siempre lo que hemos sido hasta ahora. Mediante mejoras en la higiene, la alimentación y la medicina se consiguió alargar la esperanza de vida en Occidente hasta superar los 80 años. Esto no quiere decir que vivamos más años que un hombre del medioevo, sino que tenemos muchas menos probabilidades de morir antes de tiempo.
Vale, ahora quizá ya vivimos el promedio de años que nuestra especie da de sí en condiciones óptimas pero seguimos insatisfechos, ¡queremos la vida eterna! ¿No sería posible alargar aún más nuestra vida, alargarla más allá de lo que la naturaleza nos concede? En teoría no hay nada que lo impida y hay varias líneas de estudio sumamente interesantes. Veámoslas.
Secuenciando genes asesinos
¿Alguien ha visto alguna vez un pez con arrugas? Hay muchos seres vivos que no envejecen. Nacen, crecen, llegan a su estadio adulto y permanecen en él sin sufrir los achaques de la senectud hasta que mueren por una u otra causa ¿Por qué, entonces, los seres humanos pasamos por una larga y lamentable vejez?
Entre los alrededor de 20.000 (algunas estimaciones hablan de 30.000) genes de nuestra especie, existen los llamados genes letales (aquellos que matan a su hospedador) y los semiletales (aquellos que no lo matan pero perjudican su salud).
Parece absurdo que la selección natural, tan pendiente de las adaptaciones ventajosas, mantuviera genes nocivos. Una especie que auto-suicida a sus ejemplares, poco durará en la lucha por la vida ¿qué sentido tienen estos genes?
El Premio Nobel británico Peter Medawar afirmaba que sirven para que cuando un individuo ya se ha reproducido y, por tanto, ha asegurado la pervivencia de sus genes, sea eliminado. Un “viejo” que ya ha conseguido pasar sus genes a la siguiente generación solo puede perjudicar a sus descendientes ya que supone una competencia por unos recursos siempre escasos.
Morimos para no perjudicar a los que nos preceden
¿Cómo contrarrestar esto? Dos opciones: la primera es retrasar el momento de la reproducción. Si los genes letales se activan siempre después de procrear, si procreas más tarde, más tardarán en activarse.
Y la segunda consiste en engañarlos. Los genes se ponen en funcionamiento debido a señales químicas que nuestro organismo les manda. Si supiéramos cuáles son podríamos neutralizarlos para que no se enciendan. Estaríamos engañando a nuestro cuerpo, haciéndole creer que es más joven de lo que realmente es.
En el año 2006 se concluyó uno de los grandes hitos de la historia de la ciencia: el Proyecto Genoma. Se consiguió secuenciar completamente el genoma humano, saber la posición de todos y cada uno de los nucleótidos que forman nuestras largas y enmarañadas cadenas de ADN. Pero los resultados, a pesar de tener una importancia capital, nos dejaron un sabor agridulce.
Tenemos todo el genoma secuenciado pero a la hora de saber que genes intervienen en cada una de las características de nuestro fenotipo, encontramos grandes dificultades. No hay una relación “uno a una” entre cada uno de nuestros genes y nuestras características, sino que para la expresión génica intervienen un montón de factores más.
En cada uno de nuestros rasgos suelen intervenir varios genes, hay muchos genes encargados de regular la expresión de otros genes e incluso factores ambientales que influyen en que unos genes se expresen o no (la famosa epigenética). El Proyecto Genoma nos vino a decir que todavía nos falta conocer una parte muy importante de la historia.
Si bien, poco a poco, estamos conociendo cada vez mejor genes que intervienen directamente en ciertas enfermedades y se están proponiendo diversos procedimientos de cura: la terapia génica (cambiar directamente el gen dañino por un gen normal.
Esta sería la más efectiva pero todavía no se domina bien, teniendo altas probabilidades de que el paciente desarrolle un oncogen), la terapia farmacológica (suministrar fármacos muy específicos al conocer las características genéticas del paciente) o la terapia predictiva (si tus genes del control del colesterol anticipan una pronta enfermedad coronaria, empieza a cuidarte ya).
En los próximos años, hacerse análisis genéticos será algo médicamente convencional y, sin duda, será un gran paso en nuestra lucha contra la enfermedad y la muerte.
La criogénica
Cojamos un sujeto ya muerto, lo congelamos y esperamos con la esperanza de que, en un futuro, la medicina encuentre la forma de resucitarlo.
La principal crítica es que el proceso de congelación crea cristales que terminan por destrozar los tejidos y hacer imposible su posterior reparación. La solución propuesta es la vitrificación: si cogemos un ser vivo y lo congelamos de un modo extremadamente rápido, evitamos la formación de cristales, por lo que lo casi no lo dañamos.
Mediante este proceso se congelan embriones con una tasa de supervivencia del 90%. Otra crítica estaría en el gasto. Mantener a alguien criogenizado a la temperatura necesaria es bastante caro y lo normal es que si estás muerto ya no generas ingresos ni tienes pensión.
O eres multimillonario y dedicas tu fortuna al mantenimiento de tu cadáver, o tienes un carísimo seguro que pudiese pagar un número indefinido de años de congelación, o confías en que tus descendientes sean tan generosos para encargarse.
Y luego está, por supuesto, la posibilidad de que ocurra cualquier cosa inesperada: que la empresa de criogenización quiebre o que la ciencia, sea por la causa que sea, jamás consiga encontrar la forma de resucitarte.
El barbudo de Grey
Si tuviésemos que elegir a un personaje que protagonizara la película escogeríamos, sin pensarlo, al extravagante y vilipendiado por la comunidad científica, Aubrey de Grey.
Este gerontólogo británico entiende la muerte como una enfermedad más, como un conjunto de procesos bioquímicos que, como tales, pueden tratarse bioquímicamente. Morir no es una maldición ni el designio de un dios furioso, tan solo es una cuestión de ingeniería.
De Grey trabaja en lo que se llama senescencia negligible ingenerializada (vaya nombrecito), estudiando que procesos causan el envejecimiento y cómo prevenirlos o revertirlos.
Cree que la causa fundamental del envejecimiento son los efectos secundarios del metabolismo: envejecimiento y destrucción celular, acumulación de desperdicios y mutaciones nucleares y mitocondriales (causantes de tumores).
De momento las soluciones (y sobre todo las previsiones. Dice que el primer hombre que va a vivir 1000 años ya ha nacido) de Aubrey de Grey han sido muy controvertidas y parece que todavía habrá que esperar mucho tiempo para que este campo de sus frutos.
Adjunto una interesante Ted Talk para que juzguéis vosotros mismos.
Aprendiendo de los bichos
La muerte no es un proceso tan general e ineludible para los vivos. De primeras, ya sabemos que muchos microorganismos son potencialmente inmortales.
Las bacterias solo mueren por falta de recursos o por agresiones externas. Se reproducen demasiado rápido y pronto se quedan sin espacio ni alimento y mueren, pero nunca lo hacen de viejas.
Las bacterias son potencialmente inmortales. Pero la cosa se hace más interesante cuando el Mediterráneo es invadido por una pequeña medusa llamada Turritopsis nutricula.
Este, aparentemente común, organismo nace en fase de pólipo y suelta éfiras que se convertirán en medusas adultas para reproducirse. Hasta aquí todo igual que en cualquier otro hidrozoo pero, de repente, comienza a revertir el proceso de desarrollo de sus células en un alucinante proceso denominado trasdiferenciación, hasta que consigue que vuelvan al estado de inespecificidad propio de las células madre, regresando a su infancia de pólipo ¡La medusa rejuvenece!
Luego la historia vuelve a empezar: el pólipo vuelve a soltar éfiras que se convierten en medusas adultas para reproducirse y volver a rejuvenecer, y así sucesivamente.
La Turritopsis es el primer caso datado de un animal capaz de retornar a su infancia y de ser, potencialmente, inmortal
De momento (o que yo sepa a la hora de escribir este artículo) no se ha observado que este bucle pare en algún momento ni que desgaste a la medusa de alguna forma. La Turritopsis es el primer caso datado de un animal capaz de retornar a su infancia y de ser, potencialmente, inmortal.
Imaginemos qué podríamos conseguir si entendiésemos bien la transdiferenciación y la pudiésemos aplicar a nosotros mismos. Ya no haría falta ir a una clínica de cirugía estética para quitarnos años de encima. Bastaría con rebobinar nuestro desarrollo celular.
Otro bicho interesante es la peculiar planaria. No se conoce otro ser con una capacidad de regeneración similar. Puedes partirla en los trozos que tú quieras (¡hasta unos 279!) que, de cada uno de ellos nacerá una nueva planaria completa. Una de las razones de tan asombrosa capacidad está de nuevo en las células madre: estos platelmintos tienen una gran cantidad de neoblastos (hasta un 30% del total), unas células altamente indiferenciadas que son capaces de transformarse en cualquier otra célula del animal.
Además, poseen otros tipos de células presentan también algún tipo de transdiferenciación similar a la que encontrábamos en la Turritopsis. De nuevo imaginemos sus aplicaciones en seres humanos: me cortan un brazo y, sin problemas, en pocas semanas uno nuevo y perfectamente funcional.
Fuera de estos sueños todavía muy sci-fi, las investigaciones con células madre humanas sí son ya una realidad. Uno de los más graves problemas con el trasplante de órganos está en que, tarde o temprano, el sistema inmunitario del huésped siempre lo rechaza. Pero si tenemos células madre de ese órgano pertenecientes al mismo enfermo, podemos crear uno nuevo, o parte de él, que no cause rechazo.
El gran problema en este caso no era científico sino ético: para conseguir células madres hacen falta destruir embriones y mucha gente considera que los embriones son seres humanos en pleno derecho. Pero, en los últimos años (a partir del 2007) se han desarrollado un montón de nuevas técnicas que permiten su obtención sin dañar embriones mediante diversos modos de reprogramación genética, que permiten convertir células normales en células embrionarias. La medicina con células madre será de uso común en las próximas décadas.
Los demasiado cortos telómeros
Durante mucho tiempo se pensaba que la apoptosis (suicidio programado) celular era un fenómeno singular que se daba en unos procesos muy concretos. A partir de 1994 la idea cambio: la apoptosis es esencial en el funcionamiento del organismo de modo que fallos en su regulación pueden ser los causantes de multitud de patologías y, quién sabe, saber controlarla puede ser la clave para la vida eterna.
¿Cómo funciona la apoptosis? En la década de los 60, el anatomista norteamericano Leonard Hayflick, estaba investigando acerca de la relación entre infecciones virales y ciertos cánceres. Por casualidad, cultivando fibroblastos humanos a los que infectaba, se dio cuenta que el grupo de control (aquellos que no estaban infectados) morían siempre después de multiplicarse cincuenta veces
¿Por qué? Porque esas células están programadas genéticamente para morir (realmente suicidarse) llegadas esas cincuenta reproducciones ¿Para qué? ¿Por qué las células se suicidan? La respuesta parece sencilla. Cuando eres un embrión y estás creciendo, quieres tener una morfología determinada. Está demostrado que, por ejemplo, no tenemos tejido interdigital porque en nuestro desarrollo embrionario es destruido por apoptosis (si no nuestras manos serían como las de las ranas o los patos).
Igualmente, generamos neuronas en exceso, por lo que es necesaria una “poda” posterior que también se realiza por apoptosis. Matamos mediante control genético a las células que nos sobran para realizar cualquier función vital.
¿Y cómo funciona ese control genético? Los extremos de nuestros cromosomas están formados por los denominados telómeros, fragmentos de ADN no codificante (y muy repetitivo) que parecen tener una importante función en la replicación celular. Cada vez que una célula se reproduce sus telómeros se acortan, de modo que, a grosso modo, su longitud determina el número de replicaciones hasta la apoptosis, su tiempo de vida.
Pero es más, conocemos una enzima, la telomerasa, que se encarga de reparar estos telómeros. ¡Lo tenemos!, solo nos bastaría con controlar la acción de esta enzima para evitar que nuestras células se suiciden.
Enfermedades como el Alzheimer podrían estar producidas por una apoptosis a gran escala de las células del sistema nervioso. Si pudiéramos parar esta muerte masiva, quizá pudiésemos curar tan devastadora enfermedad.
No obstante, el problema suele ser el contrario. Muchos cánceres se producen porque un virus infecta una célula y multiplica la acción de la telomerasa, provocando que la célula se multiplique por doquier. Lo que nos interesa es hacer lo inverso: conseguir que las células tumorales se suiciden, no que vivan indefinidamente.
Por eso hay investigaciones en la línea de, por ejemplo, crear virus sintéticos que infecten las células tumorales para inhibir la acción de la telomerasa y que paren su macabra proliferación. En el futuro veremos cuán prometedora es esta línea de investigación.
Cíborgs y Mind uploading
Un automóvil es potencialmente inmortal. Podríamos estar cambiando continuamente las piezas que se estropeen por otras nuevas hasta el fin de los tiempos. Si entendemos que el ser humano es también una especie de máquina, no debería haber problemas en recambiar sus piezas.
Si no tenemos recambios biológicos bien podríamos utilizar réplicas mecánicas o electrónicas. Alargaríamos nuestras vidas convirtiéndonos en cíborgs, mitad hombres, mitad máquinas. Hasta cierto punto ya lo somos pues, ¿qué son unas gafas más que unos ojos protésicos? ¿Qué es sino un móvil más que un amplificador de la potencia de nuestra voz para comunicarnos a distancia?
Marcapasos, placas de metal atornilladas a nuestros huesos, caderas sintéticas, válvulas cardiacas… la reparación con piezas artificiales es ya algo cotidiano. Pero, ¿y qué pasa con nuestra mente? ¿Podemos repararla? ¿Puedo sustituir mi cerebro por un cacharro electrónico?
Todo comenzó en el brutal acontecer de la Segunda Guerra Mundial a unos pocos kilómetros de Londres, en Bletchley Park. Winston Churchill agrupó a los mejores cerebros de su Majestad en una mansión victoriana para ver si conseguían descifrar los códigos de la máquina encriptadora alemana Enigma.
Entre ellos estaba el genial Alan Turing, quien construyó la Bombe, que sirvió de base para las posteriores Colossus Mark I y Mark II, enormes computadoras (ocupaban varias plantas de edificios) que funcionaban con tubos de vacío y que ya eran programables.
Eckert y Mauchly construyeron en 1946, la legendaria ENIAC, un monstruo que ocupaba 167 metros cuadrados y que suele considerarse la primera computadora digital de propósito general de la historia (con el permiso de la Z1 de Konrad Zuse).
Era Turing-completa, es decir, podía realizar cualquier operación computable. A partir de aquí ya conocemos la historia: ordenadores cada vez más pequeños, más rápidos y con una capacidad de computación creciendo exponencialmente que, además, fueron haciéndose más baratos hasta ser asequibles para el uso doméstico del común de las personas.
¿Y qué tiene que ver esto con mi mente? Esta gran revolución tuvo una influencia tan grande en todos los ámbitos del conocimiento, que terminó por llegar a la psicología y adueñarse de ella.
En la actualidad, el paradigma dominante es la psicología cognitiva y la teoría computacional de la mente, que, a grosso modo, dicen que la mente humana es similar a un ordenador digital.
Nuestro cerebro está compuesto por unos 86.000 millones de neuronas altamente interconectadas, que se comunican mediante potenciales de acción eléctricos. En principio, si exceptuamos la todavía inabarcable complejidad de esa maraña de interconexiones (hay estimaciones que hablan de un promedio de 10.000 conexiones por neurona), el funcionamiento de una pequeña red neuronal parece sencillo.
McCulloch y Pitts propusieron el primer modelo de neurona artificial con la que podemos realizar operaciones aritméticas y lógicas básicas. A partir de aquí surge la rama más prometedora de la IA contemporánea: la teoría de redes neuronales.
A pesar de que ha pasado por varias crisis (véase la crítica de Papert y Minsky), conseguir un modelado matemático de nuestro cerebro se antoja como el mejor camino para construir una mente artificial (para el que ya están funcionando proyectos multimillonarios).
Entonces, si nuestra mente es un programa de ordenador instalado sobre un hardware de carne, nada debería impedir que pudiésemos volcar nuestra mente en cualquier ordenador digital. Es lo llamado Mind uploading, una nueva promesa de inmortalidad. Si descargo mi mente en un ordenador ya me he librado de lo que causa mi muerte: el envejecimiento de mi cuerpo.
Es el argumento de películas como "Trascendence" o "Chappie".
En esta segunda, además, nuestra consciencia puede llevarse en una simple memoria USB. De aquí surge un interesante problema filosófico: supongamos que el mind uploading es posible y que podemos descargar toda nuestra mente en cualquier ordenador o, para darle algo más de realismo, en otro cuerpo similar al nuestro que también podemos ya construir mediante técnicas de bioingeniería.
Supongamos que minutos antes de que yo muriera, consiguen descargar mi mente en un USB. Después construyen un cuerpo igual al mío cuando yo tenía veinte años y estaba completamente sano, y descargan mi mente en ese nuevo y joven cerebro. Hasta aquí todo parece bien: despertaría más feliz que una perdiz en plena juventud y habría vencido a mi propia muerte. De acuerdo, pero pensemos que, si seguimos teniendo mi mente en una USB nada impediría que pudiésemos descargarla en más cuerpos. Imaginemos que fabricamos siete cuerpos iguales, siete santiagos veinteañeros.
Después descargamos mi mente en los siete… ¿cuál de ellos sería yo? ¿En cuál de esos siete cuerpos me encontraría yo mismo, con mis sentimientos y mi ser consciente de lo que me rodea? ¿O me dividiría en los siete teniendo algo así como una consciencia grupal? No es fácil encontrar la solución, y es que este experimento mental sirve para criticar esta posibilidad: quizá no somos solo información que puede copiarse y pegarse como una carpeta en el escritorio de Windows.
Una cosa es tener un modelo matemático de mi mente en un ordenador y otra muy diferente es ser yo mismo. Pero, a pesar del aluvión de críticas, esta idea sigue siendo hoy en día muy popular y ha llevado a argumentos tan rocambolescos como el del filósofo de Oxford Nick Bostrom, quien defiende que es posible que esto ya haya ocurrido y que vivamos en una simulación informática diseñada por civilizaciones futuras (¡Vivimos en Matrix!).
El caso es que si no nos dejamos llevar por este entusiasmo (a mi juicio totalmente injustificado), la realidad es mucho más modesta. En primer lugar porque se puede negar la mayor: nuestra mente no es un ordenador o, al menos, el símil con la computadora no es completo.
A día de hoy no hay psicólogo ni ingeniero en el mundo que tenga ni la más remota idea de cómo hacer que una máquina tenga algún tipo de sentimiento ni, a fortiori, de que tenga consciencia propia (recomiendo echar un vistazo al libro de Susan Blackmore 'Conversaciones sobre la consciencia', una colección de entrevistas a los más insignes investigadores actuales sobre el tema. Nadie tiene ni pajolera idea).
Tenemos máquinas muy inteligentes que nos machacan jugando al ajedrez (desde que Kramnik perdió contra Deep Blue ya ni siquiera se proponen nuevos enfrentamientos entre humanos y máquinas. Hoy cualquier programa fuerte machacaría sin problemas al mismísimo Magnus Carlsen) o al Jeopardy (Watson de IBM es quizá la IA más interesante en la actualidad), pero que no se sienten felices cuando ganan ni, realmente, son conscientes si quiera de que están jugando a algo. En todo esto hay demasiada sci-fi. Hemos visto demasiadas películas de Spielberg y hemos leído demasiado a Asimov.
¿Querríamos la inmortalidad?
El caso es que si Aubrey de Brey tuviese razón y las próximas generaciones van a vivir más de 1000 años… ¿sería eso deseable? Tengamos en cuenta una cosa: no envejecer o morir por causas médicas no implica que no podamos morir por causas accidentales. Por muy inmune que seas al cáncer nada te hace inmune a morir aplastado por un autobús por no haber mirado el semáforo al cruzar la calle.
Entonces podríamos tener a toda la población en un estado de paranoia constante, temiendo morir prematuramente por cualquier accidente.
La literatura ha fantaseado ya muchas veces con la inmortalidad y no ha solido contárnosla como algo positivo. Tenemos miles de libros sobre sombríos vampiros que viven en un constante tormento por su condición inmortal. Pensemos que vivir para siempre hace que tengas que ver morir a todos tus seres queridos una y otra vez. El mundo se debe hacer pronto aburrido y, a la postre, insoportable.
Quizá lo que da sentido a nuestras vidas y da valor a lo que hacemos es que tenemos un tiempo contado. En economía hay un término que viene muy al caso, el coste de oportunidad: los beneficios que pierdes de lo que no haces cuando estás haciendo cualquier cosa.
Si estudio no trabajo, si voy a la playa no voy a la montaña. Solo podemos elegir una vida de entre todas las posibles y eso hace que tengamos que elegir bien. Si fuésemos inmortales daría igual cuál eligiésemos ya que podríamos terminar por vivir todas las vidas posibles, una y otra vez. Si nuestro tiempo es escaso tiene valor, pero si tenemos toda la eternidad el valor del tiempo se evapora.
En su precioso relato "El inmortal", Borges nos cuenta el encuentro de un legionario romano con una raza de inmortales.
En un principio solo encuentra a un grupo de primitivos trogloditas incapaces de hablar que viven en un deplorable estado. Una lluvia repentina saca del letargo a uno de ellos que resulta ser un inmortal Homero. Los inmortales viven dedicados única y exclusivamente para el pensamiento, por lo que se encuentran tan enclaustrados en su mundo interior que apenas reaccionan a estímulos externos.
El mundo y todo lo que ofrece les había terminado por aburrir y solo la vida mental les podía ofrecer novedad y satisfacción. Yo, al contrario, y mirando desde los deseos de la actual sociedad del ocio, creo que un inmortal que surgiera de ella no se dedicaría al pensamiento, se dedicaría al placer. Quizá descubriría una droga sin efectos secundarios, el soma del mundo feliz de Huxley, y estaría toda la eternidad en éxtasis emocional, buscando nuevas formas de placer cada vez más poderosas. Quién sabe.
El caso es que si nos es muy difícil pronosticar cómo será el mundo dentro de unas pocas décadas, es imposible vaticinar un futuro con un ser humano tan radicalmente diferente al actual. Quizá incluso se dedicará a tareas incomprensibles para nosotros, fugaces mortales.
Desde mi humilde punto de vista, si bien creo que alargar unos cuantos años más nuestras vidas o, sobre todo, inmunizarnos contra muertes antes de tiempo, sea algo muy deseable, quizá una vida eterna no lo sea. Para mí, firmaría ahora mismo llegar sano y con plenas facultades mentales a los ochenta o noventa años, acostarme un día y, sin previo aviso, no despertar nunca más.
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La noticia ¿Es posible la vida eterna? fue publicada originalmente en Xataka por Santiago Sánchez-Migallón .
Fuente: Xataka
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