He visitado el país más obsesionado del mundo con el orden público. Uno donde mascar chicle está prohibido
Hace unos días visité Singapur, una ciudad-estado entre Malasia y el archipiélago indonesio. Mi conocimiento sobre el país se reducía a su bandera, su espectacular Apple Store , cuatro generalidades sobre el desarrollo de su economía y su skyline característico. Para un valencianista en apuros, el conocimiento también alcanzaba a la existencia de según qué individuos, pero ese es otro tema. La cuestión es que pisar Singapur fue una experiencia desde el momento en que bajé del avión. Ya no es que su aeropuerto tenga más moqueta de la que un detector de ácaros podría establecer como recomendable, sino que l a mayor parte del país está como si lo hubiesen inaugurado la semana pasada . Todo en su sitio, todo cuidado, todo en buen estado. Acudir a los cuartos de baño —públicos, añado— y ver los urinarios tan impolutos que sentí que podría comer sobre ellos sin mucho problema me hacía pensar en el agravio comparativo de los retretes que había dejado atrás en Barajas. Y de fondo, la sensa